Presentación
Por tercer año consecutivo, el Cine Arte de Viña del Mar ha organizado esta muestra selectiva de los filmes estrenados durante el año pasado en la región. Algunas consideraciones respecto del criterio con que se programan los títulos que integran el ciclo son pertinentes, aún a riesgo de reiterar conceptos expresados a propósito de los dos eventos anteriores. En todo caso, esta reiteración obedece a la persistencia de las limitaciones y problemas que confronta la exhibición del cine más significativo culturalmente, situación que se prolonga en nuestra región y en el país desde hace largos años.
La escasez de copias disponibles en Chile, ha impedido programar varios títulos interesantes. Dentro de estas omisiones involuntarias, quizás la más importante es la del filme italiano La familia, de Ettore Scola, ausencia significativa en un año caracterizado por la cuasi desaparición del cine europeo de calidad en nuestras pantallas. Tanto esta consideración como un criterio de programación orientado a preferir la inclusión de obras poco o mal exhibidas en los circuitos comerciales y a postergar otras con prolongada permanencia en la cartelera, o con mayor disponibilidad de copias que permitirán su programación en el futuro, han determinado la exclusión de cintas como El color del dinero, de Scorsese, Pelotón, de Stone o Así es la vida, de Edwards, para incluir, en cambio, películas como Después de hora, Peggy Sue o Terciopelo azul.
Aparte de estos factores, de orden externo, la composición del ciclo refleja las características más salientes del pasado año cinematográfico. En comparación con 1986, el año 1987 mostró un declive, tanto en la cantidad de títulos estrenados (181 contra 201 estrenos el 86, según estadísticas de Santiago), como en la calidad de las películas exhibidas. Contrariando ciertos matices que hicieron pensar en una mayor diversificación según procedencias nacionales durante el año antepasado, 1987 mostró un abrumador predominio del cine norteamericano, cinematografía que, además, concentró casi todos los filmes de mayor éxito de público. Desafortunadamente, y a diferencia de lo que ocurría en épocas pasadas, ese logro comercial casi invariablemente estuvo divorciado del interés artístico. Cada vez más el cine estadounidense parece inclinarse hacia fórmulas probadas de éxito seguro, eludiendo todo riesgo que provenga de la experimentación o la búsqueda expresiva. Se han consolidado tendencias de producción que confeccionan un cine standar, manejado y promovido según estudios de mercado y orientado a públicos cautivos (por ejemplo, la proliferación de «películas juveniles», con un nivel de exigencia intelectual tan ínfimo que parecen suponer una relación de igualdad entre juventud y oligofrenia). Se trata, claro, de un cine de muy alto nivel técnico, pero en que el despliegue de efectos especiales y otros recursos mecánicos guarda cada vez menos relación con necesidades expresivas. Con todo, Estados Unidos continúa siendo el más importante centro de producción y, a pesar de esta crisis creativa y a la orientación crecientemente conformista y conservadora de la media de los filmes, aún hay autores que bogan contra la corriente y logran trabajos valiosos, incluso notables. Varias de las cintas incluidas en este ciclo rescatan esa dimensión de la producción norteamericana: Después de hora, Terciopelo azul, Quédate conmigo y La bamba son algunos ejemplos.
En otro aspecto de la temporada fílmica pasada, Estados Unidos vuelve a hacerse presente, esta vez por la vigencia del cine que realizadores extranjeros hacen en Norteamérica, tal vez con algunas concesiones, pero logrando mantener un sello personal y una continuidad temática y estilística. Es el caso de Escape imposible, del soviético Andrei Konchalovsky y de La costa mosquito, del australiano Peter Weir.
La situación inversa -realizadores norteamericanos con trayectoria importante fuera de su país- aparece en otras dos películas de la muestra: Nacido para matar, de Stanley Kubrick, y Un amor en Florencia, de James lvory, ambas producidas en Inglaterra.
En cuanto a la presencia de otras cinematografías, sólo cabe deplorar una situación de escasez cercana a la inexistencia. Aparte de la ya mencionada omisión forzosa de La familia, únicamente se pueden rescatar, entre los filmes estrenados en la zona, el interesante aporte del canadiense Denys Arcand (La decadencia del imperio americano) y el eficaz trabajo de género del argentino Alejandro Doria en Esperando la carroza. El resto de la producción europea y latinoamericana, con alguna relativa excepción, estuvo representado por subproductos burdamente comerciales, sin ningún interés. Especialmente lamentable es este estado de cosas en lo relativo al aislamiento de Chile de manifestaciones cinematográficas latinoamericanas de indudable jerarquía artística, ampliamente difundidas y apreciadas en el resto del mundo.
Quédate conmigo
Las imágenes de esta cinta escrita y dirigida por el realizador norteamericano Alan Rudolph se abren mostrando el noctámbulo deambular de unos curiosos seres que se reúnen, en torno a un bar, para afanarse en ir dejando salir de sí mismos la médula de sus apetencias, anhelos y esperanzas más sentidas. Su discurso, sin embargo, apenas es capaz de filtrar una mínima parte de aquello que los atormenta. Más bien eligen el camino de lo indirecto, lo soterrado y lo alusivo, desechando la palabrería explícita.
Es en esta aguda capacidad de observación donde radica el mejor acierto de la película, que desde el comienzo incorpora al espectador a todo lo que ocurre en pantalla, gracias al rico dibujo sicológico de los personajes centrales. Ni el aventurero Mickey (Keith Carradine), ni la soñadora Nancy (Genevieve Bujold), ni la vulnerable Eve (Lesley Ann Warren), son pretextos o meros apoyos histriónicos para ilustrar temas abstractos o ideas previas. Ellos, en su descarnada manera de aceptar o rechazar la existencia, constituyen el fin último del filme.
Así surge el vagabundo Mickey, que declara su amor a todas las mujeres, solicitándolas en matrimonio. Ocultando su pasado turbulento y recién salido de un hospital siquiátrico, este romántico empedernido vive como un solitario al que los desengaños no parecen derrotar. A partir de la llegada a un nuevo pueblo deja atrás amarguras, melancolías y fracasos, incentivándose con otras aventuras que a la vuelta de la esquina lo volverán a golpear.
Por su parte Eve expone en la barra del bar que administra, las huellas de grietas anímicas y en medio del humo de cigarrillos y los acordes de una sensual música de jazz, consume sus días y principalmente sus noches, en una rotativa de amores ocasionales cuya monotonía sólo se interrumpe con la aparición de Mickey. Pero es Nancy quien plantea un exquisito contraste entre su rutinaria y gris vida doméstica y la sorprendente labor que realiza en un estudio radial como la doctora Love, eficaz consejera sentimental de numerosos auditores anónimos, quienes luego de sufrir el derrumbe de sus ilusiones acuden al teléfono, donde el tono seguro de la popular consultora disminuye las penas y tristezas de las complicaciones conyugales.
El director Rudolph envuelve a estas criaturas desamparadas con el manto cálido de una poesía intensa y profunda donde el melodrama es reemplazado por el registro intimista y el humor ocupa el lugar del relato áspero. El estilo visual de Quédate conmigo no pretende otra cosa que no sea concentrar el encuadre en los rostros del grupo de personajes y configurar ahí un sutil universo de resonancias espirituales. Después que Mickey seduce a Nancy, la cinta navega por insospechados espacios humorísticos, cuando vemos a la seria y reposada doctora Love convertida en desenvuelta mujer de mundo. Se resuelve entonces el nudo argumental de la trama y lo que en un principio parecía una maraña de intrincados vínculos se aclara, dándosele a cada cual lo suyo, incluyendo en este desenlace al exaltado Zack (Patrick Bauchau), otro miembro de tan singular liga de bohemios.
Un imaginativo guión, las canciones a ritmo de jazz de Teddy Pendergrass, un sigiloso movimiento de cámaras a base de primeros planos y el convincente desempeño de la planta de actores, recorren un filme original que deja de manifiesto las posibilidades que tiene un cineasta independiente para eludir los esquemas de producción imperantes en la industria hollywoodense y acercarse a un modo personal de concebir el trabajo cinematográfico.
(A.B.)
«Los medios de comunicación de masas nos bombardean con mensajes de toda índole: guerras, catástrofes, rebeliones, filmes, espectáculos, solicitando de nosotros respuestas emotivas diversas pero siempre banales. La T.V. nos habla de catástrofes masivas, de miles de muertos y heridos, y pide de nosotros una simpatía, una solidaridad completamente abstractas y convencionales. Mientras tanto, cada día, en las gigantescas ciudades solitarias que habitamos, nos codeamos con multitud de seres concretos, que viven en la mayor angustia y a los que miramos con hostilidad o con indiferencia.»
Alan Rudolph
Un amor en Florencia
Casi desconocido en Chile, James lvory es un realizador de amplia e importante trayectoria, desarrollada en sus comienzos en Estados Unidos, en el género documental y proseguida desde los años sesenta principalmente en India e Inglaterra. En la gran nación asiática, lvory conoce y establece una fructífera relación profesional con el productor lsamil Merchant y el guionista Ruth Prawer Jhabvala, nombres que se reiteran en los créditos de sus filmes y que reaparecen en Un amor en Florencia.
A juzgar por la información extranjera y por las dos únicas películas suyas estrenadas anteriormente en nuestro país (El guru, de 1968 y Trampa pasional, de 1981 ), el caso de James lvory corresponde a una de esas extrañas experiencias creativas desarrolladas a partir de un desarraigo de su país natal (nació en Berkeley, California, en 1928) para encontrar en la observación e interiorización de una cultura extranjera su sentido más profundo; experiencia vivida desde una perspectiva a la vez distante y fascinada. Es la sociedad inglesa, de la metrópoli o de las colonias, durante los siglos 19 y 20, el material temático sobre el que trabaja lvory, realizando una operación artística que en más de un sentido recuerda a la creación literaria de Henry James.
Es precisamente en una novela de E.M. Forster -a quien se ha considerado discípulo o continuador de James- que se basa Un amor en Florencia. El argumento describe las vacaciones en Florencia de una joven inglesa, acompañada por su prima y chaperona y el encuentro de ambas con una pareja de hombres -padre e hijo- algo extravagantes. La incipiente relación con el joven queda asociada para la muchacha con la deslumbrante belleza de la ciudad y la campiña italianas, con una eclosión de sensualidad, intensidad vital, incluso de violencia, que la llevan a descubrir en sí misma una opción de vida hasta entonces ignorada.
La segunda parte de la película transcurre en Inglaterra y relata el noviazgo de Lucy con un joven intelectual y refinado hasta la exageración, la posterior aparición de George y su padre y la difícil lucha interior que Lucy debe enfrentar para alcanzar la autenticidad y la libertad. Todo este planteamiento constituye una materia argumental leve, con abundancia de matices y observaciones apropiadas para el tratamiento literario pero difíciles de plasmar en lenguaje cinematográfico. La opción de estilo de lvory logra plenamente entregar la sutileza e intimismo del relato, evitando, al mismo tiempo, el desborde retórico. El punto de vista narrativo es distanciado, objetivo, eludiendo la fácil ilustración psicologista (nótese al respecto, la extrema sobriedad con que se emplea el «racconto»), logrando filtrar a través del preciso registro de conductas las motivaciones de los personajes, resguardando siempre una zona de ambigüedad, que apela a la inteligencia y participación del espectador.
lvory organiza la narración según los principios de la planificación clásica, mediante tomas de ritmo reposado que permiten apreciar en plenitud el juego de los actores y la rigurosa composición interna del encuadre. De la transparencia de este estilo afloran con fluidez los temas centrales del filme: el conflicto entre las tendencias que afirman la vida y los mecanismos opresivos de la sociedad puritana que reprime, hasta deformar, los deseos, los afectos y la aspiración a la libertad. Sin grandilocuencia, sosegadamente, lvory resume este sentido en las tomas finales: el plano, patético, sombrío, de Charlotte leyendo cartas que hablan de dichas ajenas, empalmado por corte directo con la luminosa imagen de la pareja de enamorados en el marco de la ventana de esa «pieza con vista», hacia Florencia y hacia la vida. (S.S.R)
Días de radio
Con el pretexto de homenajear la época de oro de la radio, Woody Allen se dedica en esta cinta a darse un festín con su archivo de recuerdos personales, a los que revive a través de un admirable poder de evocación. Ubicándose en el punto de vista del narrador de los acontecimientos, el genial director de La rosa púrpura de El Cairo (1985) comienza ahora a rescatar divertidas, insólitas, incluso dramáticas anécdotas, que también activan la memoria de varias generaciones de espectadores de distintas latitudes.
La tremenda audición de La guerra de los mundos, preparada por Orson Welles, el anuncio de Pearl Harbour, los programas estelares de Radio City Music Hall, los capítulos en serie de El vengador enmascarado, el reportaje a una niña que al borde de la muerte mantiene expectante al país entero y la vendedora de cigarrillos (Mía Farrow) que quiere trepar por la escalera de la fama, son situaciones muy universales, válidas en cada sitio donde la radio reinó en gloria y majestad.
La composición visual de esta breve pieza de Allen se organiza con el apoyo de los difuminados colores que dibuja el fotógrafo Cario di Palma y la cálida galería de personajes comunes y corrientes fascinados con las fantasías radiales, sobresaliendo con especial simpatía la tía Bea (Dianne Wiest), quien nunca pierde el entusiasmo al enredarse en sucesivos devaneos amorosos. Y las inolvidables melodías escogidas por Dick Hyman constituyen el nervio evocativo de una película que convierte las selecciones musicales en protagonistas mismas del relato.
Sencilla en sus ambiciones, escueta en sus enunciados, Días de radio responde al trabajo de un cineasta que tras escribir, dirigir y a veces actuar en películas que han marcado las dos últimas décadas, opta en la cima de su carrera por el simple regocijo de exaltar la vida, creando con el sentimiento a flor de piel un nostálgico saludo destinado a resucitar los anacrónicos aparatos pretelevisivos, que se extraen de un baúl de antigüedades para exponerlos como trofeos de la infancia.
Recibida con reservas por algunos sectores de la crítica que han reprochado al autor de Hannah y sus hermanas (1986) una supuesta complacencia edulcorada que se solaza en la simple alegría, Días de radio consolida la etapa de madurez de Woody Allen, en una senda en que paulatinamente los sarcasmos hiperintelectuales son reemplazados por apuntes más serenos, donde los sentimientos, la ternura y la definitiva aceptación de la vida hallan campo abierto para expresarse. Si aceptamos que en arte no sólo el tormento, la neurosis, la muerte y el desprecio son materia lícita de creación, estamos en mejores condiciones para seguir una película que puede ser disfrutada como puro goce de la memoria.
En Días de radio se atenúan las citas de célebres filósofos, las enumeraciones plásticas y pictóricas y las fuentes literarias, que conformaban un compendio de amplias referencias culturales a lo largo de la filmografía de Allen. Pese a que el realizador de Annie Hall (1977), lúcido habitante de la gran urbe cosmopolita, siempre se considera un producto cultura l de los tiempos modernos, con toda la carga de deudas literarias (Kafka), cinéfilas (Bergman) y hasta clínicas (Freud) que esto supone, la inventiva, gracia y fantasía que caracteriza su obra le ha asegurado el respaldo entusiasta de un público atento a ver una y otra vez sus películas. En esta rara conjunción entre un cineasta y sus espectadores descansa la certeza de que cada nueva cinta de Woody Allen constituye un acontecimiento.
(A.B.)
«Yo creo que la nostalgia es una cosa absolutamente universal. Todos, cuando envejecemos, acumulamos recuerdos agradables o desagradables. Tome una película como Amarcord, de Fellini, que se desarrolla en un entorno puramente católico: es una película muy nostálgica sobre la infancia».
Woody Allen
Escape imposible
Como muchos otros aportes foráneos a la cinematografía norteamericana, el de Konchalovsky se manifiesta no sólo en una visión renovada e inédita de los espacios físicos y dramáticos, sino también en la penetración de una mirada que traspasa la corteza naturalista en que se refugian con pocas excepciones los cineastas del país del norte. De la misma manera en que lo demostrara ya en Los amantes de María, Konchalovsky retoma con seguridad ciertos tópicos del cine norteamericano para desmontarlos, revertirlos y reformularlos de acuerdo a su sensibilidad -sin duda la de un cabal autor- en una interesante operación creativa.
Si atendemos solamente a su anécdota, Escape imposible no pasaría de ser un filme más del subgénero «fuga carcelaria», ya que por él circulan no pocas de sus convenciones. Está, desde luego, el universo carcelario como una reproducción a escala de la sociedad, con sus estructuras de poder, mecanismos represivos y métodos de supervivencia. Allí, Manny, el protagonista principal, reedita al personaje del rebelde solitario decidido a no dejarse doblegar y que constituye la afirmación de ese individualismo emersoniano sostenido a lo largo del mejor cine norteamericano. Justamente el enfrentamiento entre Manny y el alcaide de la prisión pone en conflicto las dos fuerzas que en esa cinematografía han constituido la base de la dramaturgia en su corriente liberal: por un lado la indomable afirmación de la conciencia individual, por el otro el autoritarismo represivo concebido como un fin en sí. Este conflicto llega a transformarse en una competencia medible en términos de eficacia, en un desafío que se ha independizado de sus propósitos iniciales.
Pero en su fuga, Manny lleva consigo otra dimensión de su conflicto con el mundo, el joven Buck, un individuo de otra generación, que entiende la vida de otro modo y para quien la fuga tiene también otro sentido. Si Manny es para Buck una figura paterna, lo es en términos estrictamente negativos: como oposición y contraste, como formas antagónicas de una misma marginalidad, de un mismo rechazo del sistema. No es difícil encontrar en esa huída una metáfora de la existencia, idea que se refuerza desde el momento en que el ferrocarril viaja sin conductor y sin control hacia un punto sin salida, un lugar que termina siendo la nada misma. La terrible paradoja que plantea el filme es que Manny y Buck han huido de la prisión para introducirse en otra cárcel aún peor, la del tren ligada a la idea de destino ineludible, ante el cual no parece haber escapatoria: un huis clos en movimiento que los fugitivos han transformado en su propio infierno.
El realizador soviético ha enfatizado el carácter metafísico de la odisea de sus personajes, transformando el gélido paisaje de Alaska en un espacio atemporal, abstracto, incoloro, en el que el blanco neblinoso por el que circula ese tren fantasmal aparece como el ámbito de un más allá sin referentes ni signos vitales. (J.R.)
Después de hora
La pesadilla urbana que envolvía a los personajes de Calles peligrosas y Taxi Driver y que configuraba una de las dimensiones del cine de Martín Scorsese, asume en este filme una densidad propia del más delirante surrealismo. Rara vez el cine norteamericano se ha atrevido a jugarse por la vía de una lógica que escape a los parámetros establecidos por el naturalismo (aparte de algunos filmes de Orson Welles, recordamos la audacia de Mickey One –Así soy yo-, de Arthur Penn), con su estricta sujeción al realismo psicológico y a las fórmulas dramáticas ya probadas.
En Después de hora, Paul Hackett, un joven operador de equipos procesadores de textos se , encuentra viviendo una existencia rutinaria y te ;, liosa en su oficina. Su encuentro fortuito con una muchacha en un café, le conduce a visitar un barrio bohemio, donde se suceden diversos acontecimientos que le envuelven como en una pesadilla. La lógica de estos sucesos es la de un sueño y aunque el tono general del filme es el de comedia, sus imágenes están invadidas por una inquietud cercana al miedo, que recorre permanentemente el relato.
Esta incursión en el hemisferio nocturno de la realidad, en el que Después de hora empiezan a regir otros códigos, es a la vez un encuentro con la paranoia de una civilización que ha perdido el equilibrio y un aventurarse en el propio inconsciente, que elabora imágenes de fascinación y miedo, deseos y frustraciones. Cuando Paul encuentra a Marcy, la muchacha que lo introduce en ese otro mundo, ella está leyendo Trópico de Cáncer, la reveladora e iconoclasta novela de Henry Miller, que bien puede alimenta r la proyección de sus deseos secretos. A partir de ese encuentro, todo lo que ocurre puede remitirse al dominio de lo imaginario, de la subjetividad estimulada de Paul. Las principales peripecias por las que atraviesa son aventuras eróticas frustradas, un permanente festín no consumado, unas perspectivas de placer interferidas por el miedo, la violencia y la amenaza de muerte. No es difícil encontrar en la persistente desilusión de Paul el trasfondo de una conciencia puritana y culpable.
Pero sobre todo, la aventura de PauI es la de la frustración del individuo opaco y masificado que habita las grandes ciudades, como lo eran los protagonistas de Taxi Driver y El rey de la comedia. Como en ellos, la distancia a que se encuentra Paul de la realidad que pretende conquistar, es insalvable y sus tentativas resultan tan pueriles como infructuosas.
En la pesadilla de Paul se manifiestan, además, todos los terrores del burgués: el dinero que escapa de sus manos en la loca carrera del taxi, la pérdida de las llaves de su casa -símbolo de seguridad y protección-, la situación de sospechoso ante el vecindario (privación de la respetabilidad y el status). Pero la culminación de su delirio onírico es el momento en que cubierto de papier-mâché, momificado en un encierro paralizante, resulta «cosificado», transformado en objeto, como una concreción de la pérdida de identidad.
La coherencia onírica del relato, con sus personajes que se cruzan una y otra vez en el trayecto del protagonista, se expresa en insólitos movimientos de cámara y un montaje de efectos ópticos y cromáticos consecuentes con una realidad más psicológica que objetiva. (J.R.)
«Crecí en Little ltaly, ví de cerca la corrupción, la ví todos los días en acción. Después, ya no se puede tomar en serio al «establishment». Todo está trucado… Soy muy sensible a la locura que nos rodea, a todos esos incidentes estúpidos, incongruentes, que sorprendo en la calle. Y esta irrealidad la incorporo en mis filmes.» Martin Scorsese
Esperando la carroza
Dos personalidades artísticas que han llegado a consolidar un carácter propio y diferenciado en sus respectivos ámbitos de trabajo han confluido en la película Esperando la carroza y, en buena medida, han determinado el éxito con que ha sido acogido este filme argentino. Por una parte, está la presencia en el guión de Jacobo Langsner, autor de la obra teatral en que se basa la cinta. Langsner, es un dramaturgo uruguayo, radicado por largos períodos en Buenos Aires y en Europa, creador de una vasta producción teatral en la que, según referencias, parece frecuente el uso deI humor negro con intenciones críticas.
Por otra parte, en la dirección del filme y también en el guión, conjuntamente con Langsner, aparece el nombre de Alejandro Doria, realizador argentino nacido en 1936, quien después de una carrera como actor y director de teatro y como libretista, productor y director de televisión, se incorporó al cine en 1974 con Proceso a la infamia, cinta que sólo pudo ser estrenada cuatro años después y que la censura de la época mutiló severamente. Posteriormente, Doria ha realizado varios filmes que han alcanzado repercusión, acreditándose como un nombre importante en el cine argentino de los años recientes.
Una cuota importante del logro de Esperando la carroza puede atribuirse a la armónica labor conjunta de ambos hombres. La película mantiene una fidelidad y cercanía al texto teatral y, sobre todo, a su espíritu, sin por ello convertirse en un ejercicio académico de teatro filmado. El resultado de esta operación rescata el ritmo trepidante, la acumulación «in crescendo» de situaciones de corrosivo humor, lindantes con el absurdo y la visión crítica casi despiadada de Langsner, a la vez que mantiene a la obra en el carril del sainete rioplatense, una opción de género acertada, en cuanto no descontextualiza el marcado sabor local con que están tratados personajes, situaciones y ambientes. Así, se conserva la vigencia del texto de Langsner, en tanto que Doria se mantiene lejos de la tendencia a la pretensión y a la sobrecarga intelectual que limita otros trabajos suyos (Darse cuenta, por ejemplo). Más aún, un mérito importante de la película consiste en que esta fidelidad a un guión bien elaborado la enmarca nítidamente en las coordenadas de la comedia cinematográfica, quizás el más difícil de los géneros fílmicos, y dentro de este ámbito específico Esperando la carroza funciona en forma expedita y fluida, con soberano dominio artesanal en la caracterización de personajes, en el armado de situaciones cruzadas o acciones paralelas y en la claridad con que se organiza el espacio-tiempo cinematográfico.
De todo ello surge nítida la mirada crítica sobre las mezquindades y la chatura moral en que se desenvuelve la vida de ese conglomerado de personajes representativos de cierta clase media latinoamericana. El egoísmo y la maledicencia, la flojera y la propensión a la pequeña intriga, las marcas del subdesarrollo en la vida cotidiana, quedan retratadas con eficacia e incisivo humor en este filme, que seguramente no es una creación autoral sobresaliente, pero que en la adecuación de sus medios a sus propósitos, logra configurarse como un interesante aporte a un cine latinoamericano a la vez popular y de alcances críticos. (S.S.R.)
La costa mosquito
El nervio argumental de la aventura de Allie Fox (Harrison Ford) no brota de ningún oportunismo estético. Se trata nada más y nada menos que de plantear una crónica realista, escueta, precisa y cerrada en sí misma acerca del viejo tema de cualquier arte que se respete: el animal humano. Y el dibujo que Weir compone sobrecoge por la implacable y feroz lucidez de su mirada. Allie Fox, el hijo del siglo XX, el producto de la vorágine tecnológica, el hombre de la urbe y los rascacielos, contamina todo lo que toca. Aquel enorme aparato televisivo que irrumpe en plena jungla enajenando a los indígenas con una prédica religiosa grotesca y vulgar, la abnegada comprensión que anida en la esposa de Fox (Helen Mirren), la madurez temprana a que son obligados los pequeños hijos en especial Charlie (River Phoenix), el narrador de los acontecimientos, la fábrica de hielo que destaca en el espesor selvático y el tosco barco fluvial adentrándose en lo desconocido, configuran una película tan simple en su factura como profunda en sus implicancias.
Sugestivo recorrido por la utopía más cara de nuestra época (el regreso a la vida natural), la cinta de Weir es un trabajo de magnífica envergadura cinematográfica. Eligiendo lo sintético en vez de lo analítico, lo narrativo en vez de lo discursivo, el encuadre clásico en vez de los rebuscamientos angulares, el breve complemento sonoro en vez del monumental despliegue sinfónico, el guión reelaborado en vez de los halagos a una platea boba, La costa mosquito obliga al espectador a un ejercicio un poco más exigente que el cómodo acto de consumir una entretención visual.
«No tengo casa, televisión en color ni auto», canta Allie Fox en el corazón de la selva de América Central, lugar al que ha llegado en compañía de su mujer y sus cuatro hijos, huyendo de la civilización moderna. Lo anima un fuerte disgusto por to do lo que ha dejado atrás y un fervoroso anhelo de edificar el paraíso en la tierra a partir de la más absoluta intemperie. Su empeño es el mismo esfuerzo del visionario, el iluminado y el cruzado. Este atractivo y complejo personaje le permite al realizador Weir ofrecer una nueva muestra de su particular predilección por los seres situados en contradictoria lucha contra una realidad a la que perciben en términos de pugna. Así ocurría también con el detective de su anterior filme Testigo en peligro (1985), quien estaba a punto de romper las amarras de su entorno urbano, para irse a vivir a una comunidad de labriegos que renegaban del progreso material.
Tal extrañeza y desarraigo fueron motivos que Weir desarrolló en sus primeras cintas, a través de las niñas que son literalmente devoradas por el paisaje agreste (El misterio de las rocas colgantes), los adolescentes que sucumben en una guerra inútil (Gallipolli), el abogado que desentraña las profecías de tribus aborígenes (La última ola) y el periodista occidental incapaz de entender la tragedia de un país asiático (El año que vivimos en peligro), historias tratadas con originalidad y lirismo. Las pulcras imágenes de La costa mosquito irradian intensas observaciones, en la línea del derrumbe catastrófico del sueño ecológico (el hombre blanco habla como redentor y actúa como depredador) y del tajante desmentido del viejo lugar común que asegura que los jóvenes cambiarán el futuro (los hijos del inventor son más conservadores que él), reflexiones vigorosas que despabilan arraigadas certezas. Lo destacable es que ninguno de estos apuntes están arrojados con violencia a la percepción del espectador y por el contrario anidan en el reposo mismo de secuencias expuestas de acuerdo a la trasparente estilística clásica. Así Weir nos hace subir al barquichuelo metafórico de la familia Fox, con quienes compartimos una travesía memorable a cuyo término nos aguardan los desengaños del siglo. (A.B.)
«… Es lo que pasa cuando uno está dirigiendo. Se olvida de ser inteligente. Yo siempre trato de quitarme la inteligencia de encima, porque creo que ese viejo proverbio es verdad: mientras uno perfecciona su oficio, pierde su arte. Hay muchos primeros filmes llenos de vigor, energía y originalidad, y sin embargo obras posteriores, con más oficio, han perdido aquel fuego. »
Peter Weir
La decadencia del imperio americano
A contrapelo de ciertas concepciones del cine que privilegian el acontecimiento y minimizan el diálogo, en esta película ocurren muy pocas cosas. Sus personajes están permanentemente conversando y su diálogo se limita prácticamente a un solo tema: el sexo. Es el punto de partida que Arcand confiesa haber escogido para su filme: «sexo crudo y varios miles de páginas de anotaciones antes de empezar a estructurar los personajes y la acción». No poca influencia tiene además en el filme el antecedente de ser Denys Arcand un graduado en Historia en la Universidad de Montreal. Sus personajes son académicos de esa disciplina, gente que, según el realizador, «tiende a racionalizar todo lo que está haciendo». De ahí que los ocho personajes del filme estén constantemente analizando sus sentimientos y emociones y justificando sus comportamientos. Las cuatro mujeres se ejercitan en un gimnasio y evocan sus experiencias eróticas en un lenguaje libre y desinhibido. Al mismo tiempo los hombres preparan un complicado plato de «gourmet», mientras recuerdan, confiesan, pontifican sobre la sexualidad. Es la convergencia discursiva de la sexualidad y la gastronomía (síntesis cultural a la que aludía Octavio Paz), que suele caracterizar a una sociedad satisfecha.
Las dos líneas del relato, la de las esposas y la de los maridos, se alternan de acuerdo a las asociaciones de analogías, contrastes, complementariedad narrativa y otros nexos que tienden a oponer aquello que los personajes dicen con lo que hacen o son realmente, para converger luego, al reunirse las parejas en el almuerzo.
La premisa teórica aparente del filme, sostenida por una de las mujeres, Dominique, quien acaba de publicar un libro al respecto, es que el Imperio Americano (o el mundo capitalista bajo la hegemonía de EE.UU.), en el cual las personas sólo se preocupan de su felicidad individual, ha comenzado ya su decadencia, a semejanza de otras sociedades del pasado. Pero en la medida en que el filme incursiona en la intimidad de sus personajes, traspasando los niveles del humor, del juego, del cinismo, va revelando a seres más bien heridos, frustrados, más patéticos que verdaderamente hedonistas. Aunque hablan de sexo y reivindican el placer, su sexualidad está marcada por la culpa, la simulación, la soledad, la insatisfacción afectiva y la duda moral. Pero no es por la vía moralizante por donde el filme discurre. «No hago filmes de mensaje -ha dicho el realizador-, predicar implica una posición elitista, una forma de despreciar a la gente y de presumir que hay que reformarla porque se sabe más que ella».
Sin embargo, el tono de constante juego retórico, didáctico, discursivo asumido por el filme no lo liberan de constituirse en una visión crítica de los representantes de la intelligenzia de la sociedad opulenta. La charla compulsiva que sostienen sus personajes es el motor dramático de la acción. En ella no se omiten temas de moda: machismo, feminismo, homosexualismo, fidelidad, envejecimiento, amor libre, minorías oprimidas, la vida íntima de Marx y de Freud. Sin embargo, toda esta retórica guarda escasa relación con los verdaderos desajustes que los personajes tienen con la vida. Ella aparece como el enmascaramiento de una crisis existencial profunda. Es el uso de las palabras como coartada a la incapacidad vital. Que Arcand haya conseguido comunicar esto por el medio cinematográfico no es poca cosa. (J.R)
Nacido para matar
En general los realizadores que han abordado con seriedad el tema de la guerra de Vietnam, a menudo han intentado ir más allá de lo específico de esa guerra, derivando a metáforas o parábolas que procuran trascender (recordemos Apocalipsis Now, de Coppola) su tema en una especie de justificación intelectual o moral que enmascararía la conciencia culpable de Norteamérica.
Desde su exilio en Inglaterra, Stanley Kubrick ha logrado la suficiente independencia como para elegir sus proyectos, producirlos él mismo y llevarlos a cabo sin interferencias. De ahí que su visión de la guerra de Vietnam sea tan sin compromiso como carente de la conciencia culpable que parece aquejar a los filmes de sus congéneres.
Basándose en la novela The Short-Timers, de Gustav Hasford, quien viviera las experiencias del frente (como Oliver Stone, el director de Pelotón) y con la colaboración de Michael Herr en el guión, autor del testimonio Dispatches y de la narración en off de Apocalipsis Now, Kubrick se aseguró doblemente de la fidelidad de su relato, a lo que debemos agregar la presencia de actores como, Lee Ermey, un auténtico sargento instructor de reclutas que interpretan ese rol.
Sin embargo, el filme apunta hacia la crónica de manera sólo aparente.
El espacio dramático de Kubrick es un lugar casi abstracto dividido en dos hemisferios: el campo de entrenamiento de Parris lsland, en South Carolina, y la zona de Hué, en Vietnam, durante la ofensiva del Tet, en 1968. Ambos escenarios fueron reconstruídos en Londres y sus alrededores y tanto los interiores de los asépticos, descoloridos e iluminados cuarteles, como las sombrías ruinas de Hué, semejan alucinantes formas de la plástica moderna, en una realidad que se presenta tan atemporal como la de La naranja mecánica. En contraste, de ambos espacios define también la oposición entre las dos partes en que se divide el filme.
En la primera, se describe la violencia de un entrenamiento cuyo objetivo es transformar a saludables muchachos en máquinas de matar. Mediante un sistema basado en la humillación y el escarnio, se trata de privar a los reclutas de su identidad (que se inicia con la operación de rapar sus cabezas) e insuflarles la concepción de un todo mayor, el cuerpo armado entregado a la obediencia automática e irreflexiva.
La segunda parte, en Hué, muestra la inutilidad de ese entrenamiento, la precariedad de ese orden establecido en un lugar en que reina el caos, donde las tropas se, extravían, son robadas por la población que pretenden defender y caen en absurdas emboscadas.
Esta paradoja es realzada en términos de puesta en escena y ritmo deI relato: en Parris Island predominan los interiores, la reiteración de ejercicios, trotes, marchas, insultos, cantos, revistas, gritos, en un orden monótono y de neurótica agresividad. En Hué, domina el espacio abierto, lo imprevisto, el silencio roto, por los disparos, la confusión e impericia de soldados que no saben muy bien lo que deben hacer.
EI relato se centra en el hecho físico, en la acción, sin que sepamos gran cosa de los personajes ni de sus opiniones. Nos enteramos, no obstante, a través del horror creciente, de la suerte de los débiles en esta pedagogía del crimen en el campo de entrenamiento, y luego, en el frente de combate, de la agonía de los cuerpos acribillados. (J.R.)
«El hombre se ha liberado, de la religión y ha saludado la muerte de sus dioses; las imperativas lealtades de la antigua nación-estado se desvanecen y los viejos valores éticos y sociales van desapareciendo. El hombre del siglo XX flota a la deriva en un bote sin timón que surca las aguas de un mar desconocido; si quiere sobrevivir, debe tener algo en qué ocuparse, algo que sea más importante que él mismo.» Stanley Kubrick
Peggy Sue, su pasado la espera
Una curiosa nostalgia se apodera de las mentes y las almas de muchos cineastas norteamericanos. Si el presente se torna fugitivo, inasible y frágil, diluyéndose ante la cruel evidencia de los sueños destrozados, nada mejor que volver la espalda al bullicio informe de la actual década y buscar refugio en el pasado. Al igual que la añoranza manifestada por Woody Allen (Días de radio) al calor de melodías imborrables y la emotiva fuerza para evocar anécdotas pretéritas de Bob Reiner (Cuenta conmigo), en un regreso a fines de los años cincuenta reviviendo los últimos vestigios de una edad adolescente definitivamente extinguida, el realizador Francis Coppola también decide viajar en el tiempo.
Después de darle categoría artística al esquema de producción hollywoodense con las dos versiones de El Padrino, denunciar el espionaje electrónico (La conversación), dejar en la penumbra del blanco y negro una notable pieza visual (La ley de la calle), trazar un cuadro demencial del frente bélico (Apocalipsis ahora), confundir la historia con la leyenda (Cotton Club), el autor de Peggy Sue, su pasado la espera cree llegada la hora de reconciliarse con la vida, permitiendo el generoso brote del sentimiento. Este paso de la virulencia al sosiego, de la crítica devastadora a la comprensión sin juicio, de los epílogos desolados y amargos a los finales conformistas y esperanzadores, de la tempestad al remanso, alcanzó en su más reciente largometraje (Jardines de piedra) nuevas comprobaciones de tal polémico tránsito. Asumiendo la rica mezcla de conservadurismo y ruptura que caracteriza su trayectoria filmográfica, Coppola convierte a la estupenda actriz Kathleen Turner en la exquisita Peggy Sue, para desde ella desatar un romanticismo a toda prueba.
El relato de la mujer adulta que regresa a 1960 luego de desmayarse en una fiesta con antiguos compañeros de colegio, tiene la solidez narrativa necesaria para sostener entretenidas secuencias que restituyen el viejo placer de contar cuentos. La pérdida de muchas seguridades existenciales de antaño, la crisis que acompaña el ingreso a los años de madurez, las palabras de amor ayer pronunciadas y hoy disueltas en el polvo del olvido, se resumen en el itinerario de Peggy Sue, aventura vital que Coppola reconstruye con el apoyo de la magia escenográfica que sólo el cine es capaz de irradiar. Aquellos enormes y relucientes automóviles apetecidos por los jóvenes de antaño, el rock and roll, el rebelde escritor marginal, el típico mobiliario de la década del cincuenta, los abuelos como pareja que prodiga afecto, cariño y ternura y las extravagancias del loco Charlie (Nicolas Cage), son las sorpresas que ofrece una cinta de sencilla limpieza de recursos.
La puesta en escena que organiza Coppola incluye el laborioso trabajo del operador fotográfico administrando matices, variaciones y tonalidades fulgurantes que trazan la requerida atmósfera de época, además de una hermosa recopilación de canciones populares vigentes en los años previos a la revuelta musical que provocarían Los Beatles. Para el espectador es muy fácil identificarse con los personajes protagónicos, quienes tienen rasgos sicológicos universales, posibles de ser encontrados en cualquier conglomerado generacional que alguna vez se haya dado cita para conmemorar aniversarios escolares. Sin emplear la artillería de trucos forzados de gran parte del cine de nuestros días, Coppola dirige su cinta a las fibras sensibles del público, demostrando que la pantalla puede seducir y conmover eludiendo las tentaciones de la agresión destemplada. Una película tan diáfana como Peggy Sue, su pasado la espera, comunica una sutileza de propósitos temáticos y estéticos que se identifican con el secreto encanto de las obras perdurables. (A.B.)
La bamba
Esta película es una biografía libre (aunque al parecer, rigurosamente documentada) de Ricardo Valenzuela, conocido en el mundo artístico cómo Ritchie Valens: un adolescente chicano, de humilde origen, que en la época de oro del rock’n’roll conoció una efímera gloria como promisorio cantante y guitarrista y que falleció prematuramente, a los 17 años, en el mismo accidente de aviación que costó la vida a Buddy Holly. Se trata, pues, de una obra enraizada en un universo popular específico, el de los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos, en el que la condición de los personajes tiene similitud con la del director de la película: Luis Valdez, también un latino en trance de integración la cultura norteamericana a través del competitivo medio de la actividad artística.
Quizás la razón de la indiferencia con que la crítica ha recibido este filme obedezca a que el tratamiento del tema por parte de un realizador de origen latino defrauda algunos pre-conceptos que existen sobre el particular. En efecto, Valdez no sitúa el registro dramático de la cinta en una exposición doliente e indignada sobre la condición de las minorías segregadas en Estados Unidos; tampoco cultiva una estética, que se supone indisociable de esa visión, centrada en el miserabilismo como elemento dominante. Su mirada es otra, más ecléctica y más compleja, aunque a algunos pueda parecer también más conformista. La descripción que Valdez hace de la meteórica carrera hacia la fama de Ritchie Valens, contiene, sin duda, elementos de crítica social: recuérdense, por ejemplo, la descripción del trabajo alienado de los chicanos en las plantaciones frutales o la caracterización de los padres de la muchacha de quien Ritchie se enamora, como acabados exponentes de una clase media prejuiciosa e intolerante. Pero también el joven Valens queda contemplado como un artista incipiente que tiene en Estados Unidos posibilidades de realización profesional de las que seguramente carecería en su tierra natal. Toda la descripción del medio social y profesional en el que se mueve el protagonista y de los personajes que lo componen, posee idéntica ambigüedad, que no es sinónimo de indefinición, sino de complejidad, de ver simultáneamente lo bueno y lo malo de cada situación y de cada personaje.
Es por esta vía que la película accede a una riqueza de significados que la impecable técnica y fluidez narrativa de Valdez hacen inaparentes. A nivel de personajes, hay un interesantísimo paralelo entre Ritchie, talentoso y triunfador, y su hermano, siempre en la sombra y al borde del fracaso, postergado también en el afecto de la madre, personaje desgarrado y patético en quien anida, sin embargo, con mayor fuerza que en ningún otro el concepto de la lealtad a los orígenes y de una identidad cultural que lucha por preservar. Es aquí, en especial, donde Valdez hace operar, en una cuidada estilización, los mecanismos del melodrama, el género más popular y característico del cine latinoamericano.
La estilización melodramática sobre un material básica, y casi exageradamente, realista ubica al filme en coordenadas que exceden el naturalismo y que lo cifran bajo los signos de la tragedia y del onirismo: las reiteradas imágenes del accidente aéreo, en los sueños de Ritchie, y la visita al anciano adivino mexicano. Una vez más, sin embargo, se hace presente la complejidad de la mirada y del estilo de Valdez. Aunque la cinta es, argumentalmente, una tragedia, su tonalidad emocional es la de una enérgica afirmación de la vida, la de una exultante vitalidad que se encarna en las breves, precisas, intercalaciones de números musicales (notable, en particular, la caracterización de Buddy Holly). En esta línea, Valdez parece resumir en la interpretación de «La Bamba» por Valens y en la forma como éI la filma -brillante, intensa, emotiva- su particular forma de resolver el conflicto entre marginalidad e integración que constituye el sustrato dramático de la película. (S.S.R.)
Terciopelo azul
Preponiéndose inicialmente como una renovadora incursión en el género «negro», pero avanzando algo más en la indagación psicoanalítica, Terciopelo azul se nos propone también como una inquietante parábola social. Su persistente intención transgresora, disimulada en las convenciones del género, se manifiesta en imágenes cuya seducción no excluye un impreciso malestar. La mórbida fascinación de sus imágenes está constantemente presentan do falsas dicotomías (el bien y el mal en los límites de lo difuso, de la ambigüedad casi como principio ontológico), a la vez que genera constantes desplazamientos entre niveles de lo real.
Al inicio del filme, una oreja cercenada encontrada por Jeffrey, el protagonista, parece un directo homenaje a Buñuel. Es la partida para que la mediocre tranquilidad del pueblito de Lumberton sea sacudida por una sucesión de acontecimientos que para Jeffrey son el descubrimiento del lado oscuro de la existencia.
La peripecia de Jeffrey se presenta a la vez como una investigación policial y un descubrimiento de sí mismo, expresado en un descenso al infierno del lado más sórdido de la existencia y tal vez de sus propios deseos secretos.
Para Jeffrey el mundo era el espacio dual concebido por una conciencia puritana: por una parte su apacible barrio de clase media donde habita Sandy, la muchachita formal, hija de policía; por la otra, el ámbito nocturno donde encuentra a Dorothy Vallens, la cantante, al psicópata Frank y su pandilla de drogadictos. Su indagación no implica solamente el progresivo descubrimiento de una realidad atroz, sino también el hallazgo en sí mismo de zonas que desconocía. En la medida en que los dos ámbitos convergen (la agresividad del mundo normal, la policía complicada en el tráfico de drogas, la irrupción de Dorothy en el hogar de Sandy), los impulsos ocultos de Jeffrey se hacen manifiestos y termina participando en los rituales sadomasoquistas de Dorothy y matando para salvar su vida.
De manera semejante a los anteriores filmes de Lynch (El hombre elefante, Duna), el motivo dominante es el de la monstruosidad. Representada en el personaje de Frank, esa monstruosidad es constantemente alusiva a ciertos mitos específicamente norteamericanos, reducidos a su forma pato lógica: Dominio por la violencia, edipismo, voyerismo, fetichismo. Todo este phatos aparece sintética y crudamente expuesto en el morboso ritual de Frank con Dorothy, el que parece ejercer una extraña fascinación en Jeffrey, fascinación que actúa como motor fundamental de su conducta. La historia, no obstante, transcurre en un ámbito de atemporalidad que bien pudiera remitirla al dominio puro de lo psicológico. Para lograr esta ambigüedad, Lynch recurre a una ambientación que combina la nostalgia retro, el «pop» art, la estilización expresionista. Sus personajes poseen los rasgos demenciales de los de la novela negra (por ejemplo, de las obras de Jim Thompson) y las situaciones recuperan la ferocidad de ese género en su estado puro (el secuestro de Jeffrey por los maleantes, el moribundo con el cráneo abierto). Filme bellamente terrible, nos remite a menudo al mundo de Lautreamont y Sade pintado por Bosch o Chirico, pasando sin transición a un figurativismo de historieta moderna, en una inédita visión de Norteamérica. (J.R.)