Ciclo selección de estrenos de 1986
Siguiendo la modalidad de programación iniciada en marzo del año pasado, la sala Cine Arte de Viña del Mar ha organizado el presente ciclo de cine, que aspira a entregar una visión relativamente amplia de los rasgos más importantes que presentó el año cinematográfico 1986.
Esta segunda muestra de lo que pudiera denominarse un balance o retrospectiva cinematográfica anual, presenta algunas innovaciones respecto de la ofrecida hace un año. En primer lugar, se ha ampliado -el número de títulos programados y, por tanto, la extensión del ciclo que ahora queda integrado por dieciséis filmes. Esta opción corresponde a un matiz diferente en el criterio de selección, en el sentido de atenerse menos a las tradicionales listas de «las mejores películas del año», según la opinión de uno o varios críticos, listados que según una norma tácita, pero que se respeta casi invariablemente, acostumbra limitarse a diez filmes. Se ha preferido una forma de selección menos rígida, más permeable a las características objetivas que presentó el cine estrenado en nuestro país el año anterior y, si es posible, más abierta a la libertad del espectador, que es en definitiva quien decidirá qué expresiones cinematográficas le parecen más válidas y cuáles menos, dentro de un panorama que no tiene porqué estar circunscrito a una cantidad invariable de opciones.
Otros factores que inciden en esta ampliación de la muestra dicen relación con ciertos rasgos que presentó el cine estrenado durante 1986 y con las posibilidades concretas de programación de los filmes. En el primer aspecto, el año pasado ofreció algunos hechos positivos: el número de estrenos (201) fue algo superior al de los tres años anteriores y, lo que es más interesante, se produjo una mayor diversificación del material distribuido, sobre todo en lo referente a su origen nacional. Así, por primera vez en bastante tiempo coinciden en una misma temporada varios estrenos de películas latinoamericanas de interés, con una mayor presencia de cintas de Europa occidental (en particular, de Francia, Inglaterra y España) y con dos títulos representativos del cine húngaro y yugoslavo, largo tiempo ausentes de nuestras pantallas.
Sin ser en absoluto un año brillante o excepcional, 1986 presentó de este modo algunas novedades en el cine de mayor calidad, que permitieron matizar la ya monocorde hegemonía del cine norteamericano en la cartelera local.
En cuando a la posibilidad de programación del cine que más importa culturalmente, es quizás necesario reiterar la dificultad que ello implica. Muchas de estas películas tienen sólo una copia disponible en el mercado local, lo que hace incierta su disponibilidad y las somete al riesgo de deterioro en corto plazo. Esta circunstancia explica la omisión de algunos títulos como Silverado, de Kasdan, Hechos consumados, de Luis Vera y Amor que mata, de Fassbinder, que pudieron haber integrado esta muestra, pero no pudieron ser programadas por compromisos con otras salas. En otro sentido, filmes como Hannah y sus hermanas, de Allen, El color púrpura, de Spielberg, El romance de Murphy, de Ritt, El amor brujo, de Saura o Un domingo en el campo, de Tavernier, que fueron exhibidos por un tiempo prolongado o en fecha muy reciente en nuestra sala; fueron postergados en beneficio de la difusión de obras meritorias que pasaron fugazmente por la cartelera local.
Dentro de las limitaciones reseñadas, la estructuración de esta muestra representa un esfuerzo de programación orientado a compensar los vacíos y carencias de la exhibición convencional a que se ve enfrentado el espectador interesado por el cine de calidad. Confiamos que el presente ciclo represente un aporte, aunque sea modesto, en este sentido.
La vaquilla
Ya en las primeras imágenes, que nos muestran el chispeante diálogo de dos jóvenes reclutas, que perteneciendo a bandos contrarios acuerdan intercambiarse de lado para estar más cerca de sus respectivas novias, captamos el tono de anécdota ligera, festiva y jocosa que acompañará la narración de principio a fin. El realizador español Luis García Berlanga, vuelve a tratar el recurrente tema de la guerra civil, apartándose del habitual registro de tragedias y dolores, a través del empleo del humor.
Los cinco milicianos republicanos que son escogidos para internarse en las filas nacionales, con la misión de robarse una vaquilla destinada a la fiesta del ruedo, poseen tal candor, desfachatez e inocencia, que ponen al desnudo todo el absurdo de una reyerta que pretende levantar diferencias insalvables entre hombres que habitan un mismo suelo. Por enésima vez, el humor se muestra como el mejor recurso para dejar en ridículo a los amantes de antagonismos irreconciliables.
Lo que se denomina una toma funcional (cámara que evita efectuar un correlato al interior del encuadre) se repite con parsimoniosa frecuencia en el filme, sin alterar la fluidez y transparencia de una historia que invita al espectador a desternillarse de la risa. El agreste paisaje montañoso, el fervor religioso de la procesión, el derruido prostíbulo y el infaltable ritual taurino, aportan una nota de arraigado folclore, que no pierde vigencia en mitad del tráfago bélico.
Los dichos populares, chistes, garabatos y exclamaciones propias del temperamento español, son parte importante de La vaquilla y quien desconozca tales giros lingüísticos quedará al margen del disfrute total de la cinta. Entre una y otra carcajada, la denuncia de la estupidez intrínseca de la guerra cala hondo, sin caer nunca en los clásicos alegatos moralizantes ni en las proclamas pacifistas, desgastadas a fuerza de repetidas.
La estupenda secuencia del riachuelo, con «rojos» y «fascistas» bañándose confundidos, sintetiza la agudeza del enfoque de Berlanga. Los hombres se han despojado de sus ropas y también de sus banderas, desapareciendo aquello que los divide. Todas las preguntas sesudas acerca de la célebre carnicería fratricida quedan en el aire. Quizá las aves de rapiña que devoran la vaquilla en el epílogo del filme, tengan algunas respuestas. (A.B.)
El gran amor de Swann
En esta película el director alemán Volker Schlondorff adapta una parte de la primera novela del ciclo «En busca del tiempo perdido» de Marcel Proust. Se trataba de una empresa riesgosa y las objeciones formuladas al trabajo de Schlöndorff eran, hasta cierto punto, previsibles. Ellas se han referido a las dificultades que presenta el estilo de Proust para la adaptación fílmica y a las diferencias de temperamento y sensibilidad que separan al cineasta germano del novelista francés.
Dichas críticas remiten a la discusión, tan antigua como estéril, acerca de la fidelidad de los filmes respecto de los textos literarios en que se basan; debate que concluye casi inevitablemente con el cargo de traición al texto, o a su espíritu, o ambas cosas, y con la implícita afirmación de la superioridad estética de la literatura sobre el cine.
Seguramente Schlöndorff no tiene, como creador, el genio de Proust; pero si su obra es discutible lo será por razones cinematográficas, no por comparaciones con la literatura. Enfocando el trabajo del cineasta en los términos de su disciplina, El gran amor de Swann aparece como una obra característica de Schlöndorff, con un interesante planteamiento de ideas y un manejo del oficio comparable con las cintas más sólidas de este director (El joven Törless, El honor perdido de una mujer, entre otras). Coherente con su temperamento analítico y objetivo y con su inclinación a tratar temas sociales desde una óptica crítica, Schlöndorff filtra del texto los elementos referidos a la descripción de un cuadro de relaciones sociales y valores en crisis y a la constatación de las conductas destructivas que allí se generan.
Esa atención preferente hacia lo social, por sobre lo psicológico, no equivale a enfatizar lo superficial en detrimento de lo profundo. Dentro de su opción Schlöndorff logra, por lo menos, un extenso fragmento cinematográfico de gran interés e intensidad: el que describe la compulsiva búsqueda de Swann, procurando hallar a Odette en los laberintos de un París nocturno y elegante, donde un mundo decadente queda registrado a través del comportamiento errático y la apariencia espectral de los personajes.
Antes que en un estudio de los sentimientos, el sentido del filme reside en la visión de la decadencia y la reflexión sobre el arribismo, visto como el único y perverso mecanismo de integración que permite una sociedad desgastada. En la fría severidad con que Schlöndorff realiza este análisis se encuentra lo mejor del filme y el rasgo que lo vincula con otras obras del cineasta alemán.
(S.S.R.)
La historia oficial
Dirigido y co-escrito por el realizador Luis Puenzo, este filme ganador del Oscar a la Mejor Película Extranjera posee una elaborada factura visual, concentrado ritmo narrativo y pulcro tono intimista, que se ubica en el polo opuesto al género de cine denuncia con que muchos se han apresurado a catalogar la cinta. Escasos puntos de contacto tiene La historia oficial con las típicas obras que no se resisten al impulso de decirlo todo y mostrarlo todo, en discutible esfuerzo pedagógico.
La cámara capta muy pocas tomas del mundo exterior (casi no, existen planos generales), limitándose a seguir la convivencia cotidiana de la pareja protagónica, a través de primeros planos que alcanzan notable expresividad. Lo que es digno de elogio en la puesta en escena de Puenzo es su firme negativa a transitar por el fácil sendero de los halagos emocionales y las concesiones panfletarias que el conflictivo y polémico argumento favorecía.
El drama de los desaparecidos en la llamada guerra sucia antisubversiva no es el nudo central del relato, sino el trasfondo histórico al cual está ligado el matrimonio de Alicia (Norma Aleandro) y Roberto (Héctor Alterio), dúo de personajes desgarradores, a los que el espectador acompaña y sigue en los pormenores habituales de su vida cotidiana. Así se vislumbra el árido mundo de los altos intereses financieros, por una parte y el diario trajín del magisterio, por otra.
El respeto que define el tratamiento de Puenzo, es en primer lugar un respeto hacia el público (quien debe completar los sobreentendidos del filme), luego un respeto hacia el terrible acontecer de su propio país (realizando una película válida como memoria de época) y también un respeto por el maduro lenguaje del cine clásico, lo que se manifiesta en el intenso retrato de seres de carne y hueso, ausencia de énfasis declamatorios y magistral manejo de actores.
También el hábil resorte del suspenso (con Alicia pesquisando la posibilidad que su niña adoptada sea hija de desaparecidos) y el inspirado encuadre de secuencias que sintetizan todo el sentido del relato (almuerzo familiar en casa de los padres de Roberto y crisis final de la pareja), acrecientan el valor del arte de Puenzo, no tanto por lo que dice, sino por lo que omite.
(A.B.)
Ginger y Fred
Dos tendencias se han disputado el centro de las preocupaciones de Fellini. Una es la exaltación de la nostalgia y el desencanto; la otra, la ironía grotesca ante las debilidades humanas individuales y sociales. En Ginger y Fred ambas tendencias convergen logrando un equilibrio pocas veces alcanzado en el cine del realizador italiano. La mirada se ha hecho más reposada, sus personajes principales tienen una mayor entidad, los tiempos y espacios del relato están encerrados en una mayor coherencia. Todo esto sin perder un ápice del deslumbramiento barroco, de la gracia caótica que han animado sus filmes más delirantes.
Toda la acción gira en torno a un programa de televisión. Se trata de uno de esos hórridos y patéticos desfiles de «rarezas» con que un satisfecho animador pretende alimentar el sentimentalismo, la morbosidad y la estulticia de los telespectadores. Hay «dobles» de personajes célebres, un travestí, unos enanos bailarines, una vaca con diez ubres, un cura levitador, un militar senil y una pareja de ancianos bailarines de «tapdance».
Todo el caos, la prisa, las confusiones que implican la preparación de este tipo de programas son aprovechados por Fellini para dar rienda suelta a su humor, su agudeza satírica, su corrosiva visión de la tontería y la ridiculez humanas.
Aparecen allí los rasgos más deleznables del medio televisivo: la manipulación cruel y deshumanizada de las personas, la monstruosidad de la invasión publicitaria, la desproporción del esfuerzo humano para tan mediocres propósitos y resultados.
Hasta aquí, el filme quedaría como un divertido muestrario de curiosidades y esperpentos. Pero en el eje del relato está el reencuentro de Amelía y Pippo, la pareja que una vez compartió el escenario y vivió la amistad y un vínculo amo roso que el tiempo dejara atrás. Personajes de otra farándula, fueron a su manera célebres en un espectáculo parasitario de una cultura popular dominante: la imitación de los célebres bailarines del cine.
Las interpretaciones de la Masina y Mastroianni parecen convocar a todos esos artistas marginales que pueblan el cine de Fellini: los trashumantes de Mujeres y luces, la inolvidable Gelsomina de La calle, las variedades del teatro de barrio de Amarcord. Junto a la comicidad surgen momentos emotivos que hacen del filme v una sensible reflexión sobre la vejez, la decadencia, el inexorable paso del tiempo. (J.R.)
Vivir y morir en Los Ángeles
La urbe moderna, como escenario brutal para desatar todo tipo de iniquidades, crímenes y fechorías era el trasfondo que animaba Contacto en Francia (1971), filme que consagró al realizador norteamericano William Friedkin. Haciendo a un lado las densidades argumentales y sin el menor indicio de retórica discursiva, la cinta basaba su atractivo en el simple registro de una acción desenfrenada, que dentro de un formato de típica intriga policial mantenía en tensa expectativa al espectador.
De ahí que no resulte ninguna sorpresa que Vivir y morir en Los Ángeles tenga todos los ingredientes de una obra de ritmo sostenido cuya incesante dinámica se convierte en modelo de eficaz lenguaje cinematográfico. Aunque la trama nunca deja de limitarse a las habituales peripecias del género (persecuciones, balaceras y enfrentamientos), cada secuencia es potenciada a través de un notable despliegue de perfección técnica, que en la carrera de automóviles alcanza el virtuosismo.
Pero además de oficio, Friedkin (también coguionista) ofrece un formidable muestrario de diversas patologías que se incuban en la sociedad contemporánea. Desde el eximio falsificador Eric Masters, rey del crimen y el asesinato, pasando por Chance y Vukovich, pareja de agentes ubicados más allá del bien y del mal, agregando a las astutas mujeres involucradas en un bando u otro y al correspondiente abogado a sueldo, todos ellos participan del tráfago de violencia desaforada que recorre el filme.
El paisaje dantesco e infernal inaugurado por el tímido sol que asoma sobre la ciudad enferma (imagen que abre y cierra la película) no permite que nazcan en su seno héroes ni antihéroes, sino apenas una patética galería de individuos extraviados, víctimas de una danza macabra que no tiene principio ni fin. Así se explica que los personajes hablen en términos obscenos, en vez de recitar frases para la posteridad. Al interior del encuadre no hay metáforas, simbologías ni crucigramas.
Con el apoyo del fotógrafo Robby Müller (que en París, Texas de Wim Wenders fue un sensible observador del desolado entorno de las grandes urbes) la enervante banda sonora y un preciso trabajo de cámaras, Friedkin retoma con mano segura el género que le hizo ganar cinco premios de la Academia, trazando de paso negras pinceladas acerca del desquiciado mundo de hoy. Para lo que se propone como una escueta narración policíaca, el mérito es alto. (A.B.)
Máscara
Trabajando con un guión inspirado en un caso real ocurrido en California, en los años setenta, Bogdanovich demuestra con Máscara, que el arte de las imágenes está hecho de sutilezas, emoción contenida y escasez de estridencias. Por el contrario, si la historia de Rocky Dennis (joven víctima de una deformación craneana debida a exceso de calcio) hubiera caído en manos de cineastas sensibles al éxito taquillero, la búsqueda de la lágrima fácil y las concesiones sentimentales recorrerían toda la cinta.
El estilo que define el filme se revela ya en los primeros minutos, cuando la cámara se acerca al rostro de Rocky: lo raro y anormal es cuestión de óptica. Lo que vemos no es un monstruo (estamos lejos de El hombre elefante de David Lynch), sino un ser humano que escucha música y se prepara a salir a la calle. Admirable es la limpieza visual de Hogdanovich, ya que ni siquiera hay una rimbombante banda sonora (salvo extractos de grupos rock) que haga más ostentoso el clímax dramático.
Tampoco se trata de filmar un tratado sociológico o levantar dedos acusadores. Así, la serena descripción de la cofradía de hippies ajados y vetustos, remanentes de las mil batallas perdidas en la década del sesenta, comunica una melancólica belleza crepuscular. Son los personajes, encabezados por Rusty, la madre adicta a las drogas (con una Cher difícil de olvidar), los que despiertan viva curiosidad en el espectador y no las ideas, mensajes o diálogos para el bronce.
Rocky observándose en una galería de espejos (cuya distorsión le restituye un rostro de facciones normales), el esfuerzo del gordo Dozer por articular un par de palabras para felicitar a su amigo, después de la entrega de premios escolares, el beso entre Rocky y la no vidente Diana a Ios compases de la «La canción del adiós», son instantes antológicos, que duran apenas unos segundos, recibiendo un corte preciso cuando amenazan tornarse excesivos.
La agonía de Rocky es otro capítulo que ejemplifica el delicado tratamiento escogido por Bogdanovich. El desenlace parece seguir un ritmo natural, si observamos en el infortunado adolescente el cansancio de quien alejado de su único amor y fracasado el viaje a Europa, baja las cortinas de su cuarto y se duerme. De esta manera, entre el bullicio tremendista de los efectos especiales actuales, Máscara regala la diáfana transparencia del cine clásico. (A.B.)
El honor de los Prizzi
Detengámonos en el momento en que las miradas de Charley Partana e Irene Walker se entrecruzan. Observemos como la cámara va y viene, rodeando los rostros e intensificando la secuencia. Sin antecedentes previos y sin refuerzos literarios, el espectador visualiza la pasión amorosa que será el eje deI filme y también es informado acerca de los rasgos sicológicos de los personajes. Charley es un hampón elemental y primario, cabeza de chorlito e lrene una mujer misteriosa y seductora.
O sea, en un par de minutos adelantamos lo que en otras películas lleva largas introducciones. Apoyándose en la férrea estructura de un guión preciso y concentrado, Huston pasa revista a las intrigas internas de una familia de mafiosos, sin pontificar sobre eI bien y el mal, situándose en un terreno de aguda descripción de caracteres patológicos, a los que se examina con indulgente humor negro, más que con despiadado ojo crítico.
Las interpretaciones resultan impecables, incluyendo a los actores de reparto. William Hickey como Don Corrado, parece un personaje extraído de las viejas cintas de terror, Anjélica Huston encarna a Maerose, cual auténtica boa, deslizándose subrepticiamente en la senda que su instinto de hembra oportunista le indique, la Turner es Irene, asesina por encargo que no sabemos cuando sacará de la manga un nuevo engaño, mientras Nicholson es un deleite histriónico en el rol de Charley.
A su vez el avión que vemos repetidamente volar entre Nueva York y Los Ángeles es un genial resorte narrativo y la violencia es reducida a lo esencial, cruda y simple (secuencia de antología aquella del duelo en cámara lenta entre Charley e Irene), pero jamás complaciente, distante de la orgía de sangre, balas y puñetazos que los argumentos del género favorecen. Pese a evitar cualquier desliz sentimental, Huston llega a emocionar en el almuerzo en que se escucha «Noche de ronda».
Próximo a cumplir 80 años, el realizador de El honor de los Prizzi no parece dispuesto a despedirse de nadie por adelantado, ni menos a filmar obras testamentarias para la posteridad. La forma clásica y el estilo seco y austero de sus narraciones no son más que la cara externa de un irrefrenable temperamento romántico que enfrenta al mundo y a los hombres, sin ilusiones, ingenuidades o falsas esperanzas. (A.B.)
Nemesio
Aunque las condiciones de desamparo en que se encuentra la industria cinematográfica chilena permanecen inalteradas, en los últimos dos años se ha producido, contra lo que podía esperarse, una mayor actividad en el campo del largometraje argumental. En este contexto, atribuible casi exclusivamente a la voluntad de los cineastas, se inscribe Nemesio, escrita y dirigida por Cristián Lorca.
Lorca se formó profesionalmente en la Universidad Católica de Chile (EAC) y ha trabajado en cine publicitario. Nemesio es su primer largometraje; fue filmado originalmente en 16 mm., ampliado después a 35 mm. Parte importante de los procesos técnicos se realizaron en Francia y Brasil.
El filme relata el accidentado fin de semana que vive un oficinista que es rebajado de categoría en su trabajo, situación que rechaza, protagonizando un frustrado intento de rebeldía. La historia es simple, el desarrollo concentrado y adecuado a los requerimientos de una producción modesta. Interesa la forma en que el director aborda su trabajo: su sentido narrativo, la pulcritud de su oficio, el uso de elementos visuales y sonoros que hacen de Nemesio una estimable primera obra.
Hay, sin duda, algunos errores y titubeos. La mayor objeción que puede hacerse a la película es la incorporación excesiva de imágenes de televisión y video en el cuerpo del relato. Pareciera que la intención fuese definir el estado de alienación de este hombre medio, saturado de estereotipos transmitidos por los medios de comunicación y vacío de existencia auténtica. Pero la insistencia en este aspecto por momentos nos aparta demasiado del drama del protagonista, operando como mecanismo de distanciamiento en medida tal vez involuntaria. Cuando Lorca consigue imbricar adecuadamente ambos elementos -interioridad del personaje y referencias audiovisuales- consigue una de las mejores secuencias del filme: Nemesio, en el límite de la depresión, cercado por oscuras pulsiones de muerte, mientras se escucha la notable partitura de Pino Donaggio en Vestida para matar.
En esta vena de lo psicológico está lo más interesante del trabajo del cineasta y la coherencia con su modo de filmar, que tiende a una estilización no naturalista. Ejemplo de ello es la secuencia del robo al transeúnte asaltado, en que la conjunción de la situación, la fotografía y el sonido logra una atmósfera onírica, cercana a la pesadilla.
Cristián Lorca ha elegido un camino difícil en un país y un continente como el latinoamericano, en que el éxito artístico a menudo marcha asociado al naturalismo tosco, la denuncia retórica y el esquematismo ideológico. En ello radica el valor y la originalidad de su trabajo. (S.S.R.)
Manhattan Sur
Luego de cuatro años de silencio, tras el escándalo que provocó La puerta del cielo (1981), obra mutilada y reducida en su metraje original, el guionista y director Michael Cimino regresa a su trabajo en plena posesión de sus medios. Con una brevísima filmografía, que incluye Especialista en el crimen (1974), curioso relato acerca de las aventuras de un par de seres marginales y El francotirador (1978), epopeya de amor, amistad y coraje, el arte del joven realizador norteamericano está en pleno desarrollo.
El vigor narrativo de Manhattan Sur, la magistral estilización que atenúa la violencia, el dibujo alucinante del corrompido mundo que se esconde bajo los rascacielos neoyorquinos y la eficaz conjunción entre drama individual y drama colectivo caracterizan la puesta en escena de una cinta que responde a una cosmovisión edificada a base de un romanticismo desgarrador. Cimino no da respiro al espectador, creando con mano maestra un gran fresco ilustrativo de la sociedad contemporánea.
Los rasgos sicológicos del capitán de policía Stanley White parecen extraídos de antiguos personajes del género (algo de Humphrey Bogart, algo de Robert Stack) y su tosco comportamiento y oscura vestimenta, el cinismo de sus palabras, el caos afectivo de sus relaciones sentimentales (incapaz de sostener su matrimonio, incapaz de consolidar un nuevo lazo con su amante oriental), la animosidad que despierta entre sus colegas, van definiendo su perfil de solitario anti-héroe.
El filme combina el sosiego visual de los momentos íntimos entre Stanley White y Tracy Tzu, con la vertiginosa y brutal acción exterior, aflorando en ambos espacios un insólito lirismo. La lucha a muerte (que culmina en la notable secuencia en los muelles de Nueva York al más puro estilo western) entre el capitán de policía y Go Joey Tai, figura emergente del crimen organizado, tiene lugar en una Norteamérica donde habita lo mejor y lo peor de la condición humana.
Si de las tensas imágenes de Manhattan Sur se desprenden diversas líneas de fuerza contingentes a la realidad social (como el fenómeno de la inmigración), dichas resonancias nada tienen que ver con disquisiciones abstractas o pretendidos sociologismos. Más bien se originan en el fervor pasional que irradia el cine de Cimino, que contagia, seduce, conmueve y asombra.
(A.B.)
El beso de la mujer araña
Héctor Babenco, cineasta argentino que ha desarrollado la parte más importante de su carrera en Brasil, toma como base la novela homónima de Manuel Puig para realizar El beso de la mujer araña. Babenco ha cobrado notoriedad desde hace algunos años por sus filmes de contenido polémico y directo tono de denuncia: Lucio Flavio (sobre las actividades del «escuadrón de la muerte» durante la dictadura militar brasileña) y Pixote, cuya exhibición en nuestro país fue prohibida por la censura cinematográfica.
El beso de la mujer araña prolonga esta preferencia del director por temas de carga conflictiva. El relato describe la convivencia en una misma celda de dos personajes aparentemente distintos y hasta opuestos: un homosexual y un prisionero político encarcelado por actividades clandestinas. Ambos reconocen, sin embargo, un común denominador en su condición de seres margina les, segregados por un sistema social y político opresivo. En esta línea progresa la narración, mostrando el paulatino y difícil proceso de comunicación entre ambos personajes.
La concentración espacial que supone una situación de esta naturaleza, ambientada en el espacio único de la celda, planteaba un difícil desafío para la adaptación fílmica. Babenco opta por eludir el pie forzado, abriendo el relato a otros espacios y tiempos: «raccontos» sobre el pasado de los protagonistas, visualización de los relatos verbales de antiguas películas que hace el homosexual. Es una solución que funciona en un nivel narrativo convencional con cierta eficacia pero que diluye la intensidad del conflicto dramático. Es útil recordar al respecto que la filmación en un espacio único y cerrado no necesariamente conlleva el lastre del «teatro filmado», como lo demostraron por ejemplo La soga y Un condenado a muerte se escapa, obras maestras de Hitchcock y Bresson, respectivamente.
Ha sido muy elogiada y premiada la interpretación que el actor norteamericano William Hurt hace del homosexual Molina. Es un trabajo correcto, pero que denota el esfuerzo de un aplicado discípulo del «actors studio» tratando de convencer en su difícil rol. Menos externo y más natural parece el desempeño de Raúl Julia, que configura al prisionero político con encomiable sobriedad gestual.
El beso de la mujer araña no es, seguramente, una obra de perdurables valores como lenguaje cinematográfico. Su interés reside en representar una línea de trabajo en el cine latinoamericano basada en el sistema de co-producción (lo que asegura vías expeditas de distribución) y en la adaptación de textos literarios autóctonos. Es una vía no exenta de riesgos, pero que previsiblemente será cada vez más frecuentada por las emergentes cinematografías del subcontinente.
(S.S.R.)
Revolución
Esta tercera película del director británico Hugh Hudson estrenada entre nosotros (antes lo fueron Carros de fuego y Greystoke, la leyenda de Tarzán) viene precedida por la polémica entre críticos ingleses y norteamericanos y especialmente por la decepción de estos últimos. Probablemente ellos esperaban una de esas acostumbradas epopeyas sobre los héroes de su independencia.
Nada más lejos de la intención de Hudson. En el filme no aparecen héroes ni personajes célebres (jamás vemos a Washington, Jefferson, Franklin o Cornwallis), sino que los acontecimientos históricos son vistos a través de los efectos que producen en la gente común. En ese sentido, el filme se acerca a concepciones como la de Jean Renoir que, en La Marsellesa, relataba la Revolución Francesa por medio de personajes populares.
El filme tampoco es, como hubieran esperado algunos, una clase de historia. Sus personajes atraviesan por circunstancias y acontecimientos que posteriormente adquirirán significación histórica, pero que en los momentos en que se producen en la película no son sino etapas de una guerra prolongada, monótona, con tropas derrotadas, hambrientas, sumidas en la confusión de ofensivas, retiradas, contraofensivas y momentos de espera. Valley Forge, Yorktown, son apenas sugeridos por datos que atañen estrictamente a los protagonistas y se supone que el espectador se encuentra medianamente informado de la sucesión de hechos que son grandes hitos históricos.
La anécdota se centra en la odisea de Tom Dobb, un cazador analfabeto cuya lancha ha sido requisada por los revolucionarios y que se encuentra enrolado, junto a su hijo, casi a la fuerza. Para Dobb esa guerra es algo ajeno y todos sus esfuerzos tienden a lograr su supervivencia y la de su hijo.
En la sucesión de hechos que narra el filme, que tienen desde la simplicidad reflexiva de las novelas de Howard Fast (El ciudadano, Tom Paine) hasta las peripecias folletinescas de Fenimore Cooper (las escenas de Dobb y los indios, con las luchas entre iroqueses y hurones, utilizados por los revolucionarios unos y por los ingleses los otros), Hudson insiste en que una revolución no se hace con guante blanco, que en una guerra aparecen los especuladores y profitadores y que tras los ideales están los empréstitos y las expoliaciones, ante los cuales el hombre común suele sacar la peor parte.
Sin mayores énfasis, el realizador británico nos expone en sus raíces las contradicciones que van a contaminar el «sueño americano», en un filme que ha desdeñado las efemérides patrióticas en favor de retratos humanos que explican mejor los orígenes de una nación.
(J.R.)
Orwell 1984
Esta segunda versión de la célebre novela de anticipación escrita en 1948 sigue fielmente la trama concebida por Orwell, transmitiendo el clima de soledad, confusión, terror y patética rebeldía que envuelve a su protagonista.
La hipotética Oceanía, fruto de la redistribución geo-política de una de las tantas épocas de post-guerra y cuyo eje es la Gran Bretaña de Orwell, se ha consolidado como un estado burocrático, impersonal, rigurosamente reglamentado. El culto al Hermano Grande, el líder, forma monstruosamente agigantada en las pantallas de televisión, es el centro motor de una sociedad que ha aceptado el principio de la sumisión como ideología básica que asegura la supervivencia.
El protagonista, Smith, es uno más de esos hombres-engranajes que ejercitan el odio colectivo a un presunto enemigo exterior como un rito cotidiano.
La maquinaria del sistema que nos presenta Orwell en su novela es invencible. Ese sistema todo lo controla e incluso la oposición aparece como un invento suyo, una forma más de descubrir y neutralizar cualquier posible rebeldía. En ese ámbito actúa O’Brien, el símbolo de toda la monstruosidad del poder. El ha alentado la rebeldía potencial de Smith para probarlo y poder finalmente, mediante la tortura, reducirlo a la nada intelectual y moral.
La sordidez de ese universo concentracionario es elaborada con rigurosa eficacia por el director Radford. Sus espacios sombríos y ruinosos, la sensación de inminente peligro, las mazmorras del horror, el sentimiento de indefensión, son elaborados con una inteligente utilización de decorados y espacios reales y con un mínimo de estilización de esa geografía apocalíptica.
La sólida dirección de actores ha obtenido la máxima expresividad de la esmirriada e insignificante figura de John Hurt en su rol de «hombre promedio», sin nada excepcional y al cual el actor le confiere todo el patetismo de un destino que se prevé como clausurado. Por su parte, al componer los rasgos de sobriedad, malignidad y tristeza del diabólico O’Brien, Richard Burton efectuó una brillante despedida de la pantalla.
El director Michael Radford se mantiene constantemente fiel al texto de Orwell, cuya prosa concisa y brillante constituía una buena base para su adaptación cinematográfica. (J.R.)
Papá salió en viaje de negocios
La historia se ambienta en Sarajevo, cuando en los primeros años de la década del cincuenta, el Mariscal Tito decide romper con Stalin e iniciar un tipo de socialismo independiente de bloques hegemónicos. En ese contexto de cambios, la rutinaria existencia de una familia yugoslava se ve afectada con la repentina condena a prisión (trabajos forzados) del jefe de hogar, víctima del soplonaje llevado a cabo por su cuñado, miembro de la policía secreta del régimen.
A partir de estos antecedentes se desarrolla el argumento, cuya atención principal está dedicada a un grupo de personajes de carne y hueso, más que a ilustrar conflictos políticos de un momento histórico determinado. Predomina entonces la crónica costumbrista más que la tesis abstracta, el dibujo intimista más que el documental de época. La tranquila poesía es el tono escogido por el realizador Emir Kusturica, para conmover al espectador con su limpia narrativa visual.
La universalidad de rasgos, comportamientos y reacciones de Mesa, hombre que ama la vida con una emotividad a flor de piel, Sena, la madre abnegada, dolorosa y sufriente, y Malik, el niño sonámbulo eje del relato, se transmite a cada instante al encarnar ellos una humanidad cálida y generosa, que acepta los triunfos y derrotas del diario vivir con pasmosa resignación.
El esperado reencuentro de padre, madre e hijo en la estación de ferrocarril, el infantil romance entre Malik y la niña enferma, las violentas peleas hogareñas que terminan en abrazo colectivo, el cuñado que se autocastiga ensangrentándose la frente en el banquete de bodas, el abuelo que decide marcharse de casa, son escenas que la cámara registra de manera despojada y pulcra, sin artificios formales.
Hay en la cinta de Kusturica un cristianismo no proclamado a gritos, presente en la profunda comprensión que se manifiesta por los seres humanos, entendidos como criaturas imperfectas y pecadoras, no por eso condenables. Tolerancia, perdón y gestos fraternos que vencen el – odio, caracterizan una película que no predica ni sermonea, ni divide el mundo entre buenos y malos. (A.B.)
Coronel Redl
Centrada en una trayectoria individual que implica las instancias de ascenso y caída, vistos como una reflexión sobre el poder, pero también como una incursión psicológica y moral en la condición humana, esta película del húngaro lstván Szabó es una suerte de variante del tema de Mefisto, su filme anterior. Esta impresión es reforzada por la presencia en ambos filmes del actor Karl Maria Brandauer en el rol protagónico, concebido como un eje absoluto del relato, en torno al cual los demás personajes sólo funcionan en cuanto son movilizados por éste y responden a los requerimientos dramáticos derivados de su comportamiento. En ambos personajes, el actor de Mefisto y Redl, se plantea la tentación del poder y el ejercicio de la maldad como un proceso casi inconsciente. El itinerario de ambos desemboca en la soledad moral y la destrucción.
Como siempre en Szabó, el marco histórico juega un rol fundamental, estableciendo una relación dialéctica con el proceso individual de su personaje. Si el actor de Mefisto era el resultado del monstruoso régimen nazi, el coronel Redl es el residuo crepuscular del decadente imperio austro-húngaro. Modelados por el proceso histórico, ambos ocupan alternativamente el sitial de los detentadores del poder, como el patíbulo de las víctimas de éste. Los dos terminan atrapados por la prisión que ayudaron a edificar.
El coronel Redl es un militar de carrera, de origen modesto y perteneciente a una de las minorías nacionales del Imperio. Deslumbrado por la aristocracia, fiel sostenedor del ideario del poder, Redl resulta el instrumento ideal de una máquina que sólo requiere acatamiento y eficacia. Su fidelidad y sus capacidades lo conducen a ocupar el más alto sitial en el sistema de seguridad del Imperio. Desde allí, teje una red que le permite un vasto control político, que incluye la vigilancia de sus propios compañeros de armas.
El arribismo, la ambición, el cálculo que guían las acciones de Redl están presididos, sin embargo, por la convicción. A diferencia de sus compañeros, aristócratas frívolos y escépticos, él cree en los mitos del Imperio y su sumisión obedece a una buena dosis de gratitud y devoción. Será, por lo tanto, el engranaje ideal para la fría maquinaria del poder que lo utilizará primero como ejecutor y luego como chivo expiatorio.
Los personajes de Szabó son seres trágicos, cuyo des ti no aparece predeterminado no ya por los dioses, si no por el proceso histórico. Son sus propias opciones, a contrapelo de la historia, las que los conducen a un fin previsible. En un estilo de cronista distanciado, quebrado a veces por estallidos de intensidad dramática, el realizador húngaro nos propone una visión original y desmitificadora de la historia. (J.R.)
Más allá de la justicia
Conocida es la admiración de los cineastas franceses por la «nove la negra». En esta oportunidad el realizador Bertrand Tavernier adapta a uno de los más malditos autores del género: el norteamericano Jim Thompson, fallecido en 1977 y que se caracterizara por su corrosivo y cruel humorismo y la violencia de un lenguaje que reflejaba las miserias de la condición humana.
La novela transcurre en un pueblito del sur de EE.UU. caracterizado por el atraso, la ignorancia, el racismo y la violencia irracional. Tavernier traslada su acción al África Occidental Francesa en 1938, un lugar no menos abandonado, brutal y sofocante. Allí Lucien Cordier ejerce las funciones de jefe de policía. Su filosofía de la vida consiste en dejar hacer, inmiscuyéndose lo menos posible en los conflictos y la actividad delictual, disfrutando de la comida y el sexo, sus actividades favoritas, y sufriendo pacientemente las humillaciones a que lo somete su mujer y dos rufianes de la localidad.
La acción del filme se centra en los mecanismos utilizados por Cordier para revertir su situación, transformándose progresivamente de un ser abúlico e indolente, en un frío y calculador asesino, quien, con diabólica inteligencia va despejan do su camino de los seres que lo importunan. Tavernier construye con aplicación un mundo desolado y miserable, poblado de bribones crueles y astutos. Allí sólo dominan las pasiones elementales: la sensualidad, la codicia, la ira y la violencia. A partir de ellas Cordier juzga la conducta de quienes lo rodean. Su cínica dialéctica no hace sino poner en su lugar las motivaciones humanas fundamenta les, develando la hipocresía, las apariencias, los mitos y todas las falacias que rigen la vida social. El mismo comportamiento criminal de Cordier no es sino la extrema proyección de la violencia y la maldad en que se halla sumida su comunidad.
Como en las novelas de Thompson, un lógico implacable que a través de la aparente simplicidad de sus personajes pueblerinos va exponiendo las incongruencias de razonamientos reducidos al absurdo, el filme de Tavernier asume el humor de la crueldad como tratamiento fundamental. Sus personajes están muy cerca de la parodia. Philippe Noiret, en uno de los mejores roles de su carrera, transmite la fatigada indolencia y la contradictoria e imprevisible conducta de su Cordier. Junto a él, lsabelle Huppert como Rose, su sensual y cínica amante y Stéphane Audran, en el papel de Hughette, la esposa dominante e incestuosa, construyen un singular triángulo pasional desbordado por la mentira y las relaciones equívocas.
Tavernier se revela con este filme como uno de los más sólidos artesanos con que cuenta el cine francés de hoy, en su inteligente observación de conductas a través de un bien articulado relato.
(J.R.)
Proa al infierno
Proa al infierno se nos propone inicialmente como un filme de suspenso, pero gradualmente va ahondando en una reflexión de carácter existencial. El capitán Miller, su protagonista, tiene bajo su mando un buque-faro, cuyo destino es permanecer anclado para guiar con su luz la navegación de otras embarcaciones. No es difícil encontrar allí, en esa negación de la función habitual de una nave -la de desplazarse por el mar- una metáfora del destino de Miller, un hombre que carga con una pesada culpa de la época de la guerra y que ha asumido la responsabilidad presente como una expiación y una renuncia.
La irrupción en el buque-faro de tres secuestradores conduce a Miller a enfrentar una decisión que lo compromete totalmente y lo lleva a aceptar su segunda oportunidad con un fatalismo revestido de una oscura grandeza.
Su contrincante, el maligno Caspary, es casi una encarnación de su mala conciencia, un alter ego en negativo que comprende casi por instinto la disyuntiva de Miller y los conflictos de su conciencia.
La amenaza latente, la violencia, el terror, invaden la embarcación, produciendo una atmósfera asfixiante, realzada por los espacios estrechos y la creciente tensión que terminará por precipitar la catástrofe.
En el tratamiento visual, con sus planos cerrados y el uso del montaje para acentuar la tensión, en el relato lacónico y preciso, se pueden apreciar las dotes de narrador de Skolimowski. Al igual que sus compatriotas Polansky y Zulawski, es capaz de crear con elementos simples y cotidianos un clima de peligro, de progresiva sensación de amenaza.
Otro tema perceptible en el filme, el generacional, constantemente presente en la obra del director polaco, surge a través del conflicto de Miller y su hijo Alex, un muchacho inadaptado e imprevisible. El capitán pertenece a la generación de la Segunda Guerra Mundial y carga con una particular forma de fracaso. Alex es un rebelde de la generación de post-guerra, una pura fuerza negativa. Para ambos, la aventura implicará una forma de aproximación y comprensión, una ruptura de esa «barrera», presente siempre en la obra del realizador.
El filme progresa a través de una serie de oposiciones, de relaciones antagónicas: el bien y el mal, el raciocinio y la violencia irreflexiva, el miedo y el valor. Es la constante interacción de esas oposiciones y su encuentro en términos de conflicto, lo que permite avanzar al relato a través de una progresiva intensidad dramática cuyos mecanismos Skolimowski maneja a la perfección. (J.R.)